SANTIAGO 1:6
Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra.
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Nunca dejo de maravillarme por lo asombrosamente pedagógicas que son las ilustraciones de la Palabra. No en vano se ha señalado que una ilustración vale más que mil palabras. Para mostrar cuán profundamente las dudas afectan la vida del discípulo, Santiago no hace más que señalar las olas del mar. Cualquier persona que ha estado, en algún momento de su vida, a orillas del mar, podrá entender con toda claridad el principio que está enunciando.
Piense, por un momento, en las olas. Tienen tremendo poder y pueden, cuando están «enfurecidas», producir enorme destrucción. Aquellos que tienen experiencia con la navegación saben que no es aconsejable estar en el mar en medio de una fuerte tormenta. Pero, aunque las olas tienen mucha fuerza, no poseen dirección ni voluntad propia. Son la manifestación visible de las fuerzas del viento y las mareas. No escogen la dirección en que se mueven, sino que son impulsadas por una fuerza mayor que ellas. Así también el discípulo que está lleno de dudas. Pierde el rumbo en la vida y comienza a caer bajo la influencia de las filosofías que surgen entre los hombres. Al igual que las olas, cuando esas filosofías están inflamadas por el mismo diablo, estas personas pueden convertirse en verdaderos instrumentos para destrucción.
Para que sus lectores no tuvieran duda acerca de la ilustración que estaba utilizando, Santiago describe a la persona que duda: posee doble ánimo y es inconstante en todos sus caminos. He aquí la descripción de los síntomas que tanto atribulan la vida de muchos creyentes en nuestro tiempo. Una persona de doble ánimo es la que no tiene una sola conducta en la vida. Un día cree una cosa y otro día cree otra. Sus convicciones cambian tan rápidamente como el clima y producen, por ende, una notable inestabilidad. Esta condición la lleva a ser inconstante; es decir, no persevera en nada, porque fácilmente abandona las convicciones que son fundamentales para proseguir en cualquier cometido que tenga.
La raíz de las dudas no está en las propuestas que Dios pueda traer para nuestras vidas, aunque, como frecuentemente se ha señalado en esta serie, las instrucciones del Señor rara vez nos parecen sensatas. No obstante, el verdadero problema radica en la persona misma de Dios. Fácilmente atribuimos a su persona la misma imperfección que condiciona a los seres humanos, por lo que dudamos de la confiabilidad de su persona. ¿Sabrá lo que está haciendo? ¿Habrá considerado todas las opciones? ¿Tendrá en cuenta las particularidades de nuestras propias circunstancias? La vida nos parece tan compleja que nos cuesta creer que él puede resolver, con suma sencillez, los entreveros que tanta preocupación nos producen.
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